Categoría: Reflexiones

  • ¿A dónde va el vino?

    Nunca se ha hablado tanto de vino y nunca se ha bebido menos. Las cifras de consumo mundial siguen cayendo, especialmente entre los más jóvenes, y sin embargo cada semana se abren nuevas vinotecas, se lanza una newsletter de culto o aparece una microbodega con un diseño irresistible. El vino, como fenómeno, no ha desaparecido: se ha transformado. Pero ¿en qué? ¿Hacia dónde va, realmente?

    Vivimos una paradoja líquida: nunca hubo tanta calidad, tanto talento, tanto conocimiento. Y a su vez nunca fue tan difícil acceder a esa calidad. Las etiquetas que antes costaban 30 euros hoy están por encima de los 100, cuando no convertidas en objetos de inversión. La mayoría de nosotros —los que no cotizamos en Burdeos ni salimos en Decanter— nunca probaremos un Romanée-Conti, un Salon o un Clos Rougeard del 2005. No porque no nos gusten. Porque se han ido. Porque se han vuelto inalcanzables. Es el lujo en su forma más moderna: excluyente, performativo, mitológico.

    La paradoja del lujo: cada vez mayor calidad, menos accesible

    Mientras las grandes casas afinan más que nunca sus técnicas, mientras se controla cada grano de uva como si fuera un chip de silicio, el consumidor común asiste a una escenografía donde lo bueno ya no es lo que puede beber, sino lo que puede imaginar. Un vino que se admira más que se cata, que se comparte más en redes que en la mesa. Un vino que —como el arte contemporáneo— necesita casi siempre de un contexto, de una historia, de un relato.

    Quizá esa es la gran mutación: el vino ha dejado de ser alimento y se ha convertido en discurso. Antes se bebía vino porque era parte de la dieta, porque acompañaba a la vida. Hoy se bebe para contar algo (en redes, en una mesa, incluso en la soledad elegante de una copa al anochecer). No siempre se sabe qué se quiere contar, pero se intuye que algo se está comunicando.

    El vino que antes formaba parte del pan, hoy se parece más a un poema de Paul Celan: bello, denso y ligeramente incomprensible.

    Ese relato que envuelve al vino no sólo afecta al precio, también a lo que entendemos por estilo.

    Cambio de paradigmas: los tintos se desnudan, los blancos se visten

    Una de las señales más claras del nuevo rumbo del vino es el cambio estilístico en los sabores y en los cuerpos. Donde antes reinaban los tintos oscuros, densos y estructurados, hoy emergen vinos más fluidos, más ácidos, más frutales y menos maquillados. Galicia lo ha entendido como nadie: mencías que parecen infusiones, caiños que se deslizan como agua de monte, vinos que refrescan más que abruman. Algo similar sucede en Alemania, donde la ligereza se convierte en virtud.

    En paralelo, los blancos han abandonado el papel de vinos ligeros para convertirse en vinos densos, con textura, con capas. Basta mirar hacia el sur, hacia Sanlúcar o Jerez, donde los vinos de pasto reclaman su lugar: palominos fermentados en bota, con lías, con pieles, con sol. Blancos con alma, con peso, con tiempo.

    Lo que antes era “raro”, hoy marca tendencia. El referente se ha desplazado. Y no parece que vaya a volver atrás.

    Nuevas zonas, nuevos relatos

    También se mueve el mapa: el vino ya no tiene su centro donde antes lo tuvo. Ya no hay que ir a la Borgoña para beber elegancia, ni a Burdeos para encontrar tanino. Las zonas emergentes crecen —y no sólo por su calidad, también por necesidad.

    El cambio climático ha subido las cotas de altitud en Sudamérica, ha hecho bebibles los vinos de Inglaterra, ha convertido el Jura y el Etna en palabras casi sexys. Pero también ha empujado a muchos productores a huir de zonas impagables, donde el precio del suelo o del prestigio ha hecho imposible mantenerse a flote. Así, regiones como Sierra de Gredos, Bierzo, Ribeira Sacra o el Alentejo más interior han ganado peso y respeto.

    El mapa se amplía, pero también se fragmenta. El consumidor necesita cada vez más brújula. O más fe…

    El nuevo consumidor: entre el FOMO y la fascinación

    El bebedor de hoy vive atrapado entre dos emociones contradictorias: la fascinación constante por lo nuevo… y el miedo a perderse lo mejor. El FOMO vinícola es real: cada día se lanza algo nuevo, se descubre un vino “de los de antes” que todos deberíamos probar, se agota una tirada de 500 botellas, se produce una colaboración única, efímera, irrepetible.

    El mercado ha aprendido del streetwear, de la música indie, de los NFT incluso: exclusividad, microediciones, hype, storytelling. El vino ya no se vende solo: se lanza.

    Hoy el consumidor confía menos en puntuaciones y más en voces cercanas. En perfiles de Instagram, en reels con alma, en quienes saben contarlo sin disfrazarlo. El nuevo prescriptor no lleva corbata: lleva sed.

    ¿Y qué pasa con los que sólo quieren beber bien? Pueden hacerlo. De hecho, pueden hacerlo mejor que nunca. Pero cada vez necesitan más conocimiento, más criterio, más paciencia… y más suerte.

    Entonces… ¿a dónde va el vino?

    A todas partes. Y a ninguna. Va hacia el nicho, hacia la artesanía, hacia el lujo. Va hacia lo experimental, hacia lo natural, hacia lo clásico repensado. Va hacia donde tú estés dispuesto a seguirlo.

    Nunca ha sido tan fácil beber un vino técnicamente perfecto. Nunca ha sido tan difícil saber si es el mejor vino que podrías estar bebiendo. Porque cuanto más sabes, más consciente eres del océano que ignoras. Como el filósofo que descubre que sólo sabe que no sabe nada, el bebedor actual navega entre la sed y el vértigo.

    Y mientras tanto, cada copa es un intento de orientarse en la niebla.  O, al menos, de que parezca que sabemos a dónde vamos.

  • El vino es la hostia

    Así, sin rodeos. El vino es la hostia.

    Más allá de la increíble casualidad de que una uva contenga, por sí sola, los elementos necesarios para su propia transformación —fermentación, conservación, evolución—, lo verdaderamente fascinante de todo esto es lo que viene después. Todo lo que genera. Todo lo que arrastra consigo.

    Sí, por un lado está lo tangible: los registros históricos, el tejido industrial, los avances técnicos. Todo eso forma parte del vino.
    Pero hay algo aún más fascinante: cómo el ser humano convierte lo tangible en relato. Cómo empieza a darle vueltas, a añadir capas, a crear discursos.

    Lo hicimos con las artes, con las mayores y con las menores. Nos pasamos semanas hablando de un plátano pegado con cinta aislante a una pared. Tu cuñado aún no ha superado que en aquel tres estrellas Michelin le explicaran, durante cinco minutos, un plato que llevaba tres ingredientes. Tu hermana no entiende cómo es posible que no hayas visto el nuevo corto filmado en Betacam de ese director ucraniano de culto en el circuito del cine independiente.

    Y en medio de todo eso —del ruido, del análisis, del trending topic—, estamos nosotros. Haciendo lo mismo, siendo lo mismo.
    Acudiendo a la cata de turno. Debatiendo si las brettanomyces son un defecto o una seña de identidad. Ofendiéndonos si alguien sugiere que la garnacha de Gredos es solo una pinot noir con acento castellano.

    Porque, no nos engañemos, más allá de todo lo maravilloso que aporta el vino —que si los amigos, que si los recuerdos, que si las sobremesas eternas—, hay algo que lo convierte en un fenómeno único: nos permite fliparnos un poco.

    Nos da permiso para pensar, para teorizar, para categorizar. Para hablar de algo sin necesidad de estar completamente seguros. Para sentirnos parte de ese algo.
    Y sí: todo eso es profundamente humano. Y un poco gilipollas también. Pero muy nuestro.

    Y lo mejor es que no se acaba. Las modas vienen y van, los discursos se reinventan, lo viejo se vuelve nuevo otra vez. ¡Y encima está cojonudo!

    Lo que yo te decía: el vino es la hostia.